Justo en el momento de tele-transportarse y de forma casual, se cuela en la cabina un mosca. Ambos genes, humanos y de insecto, se mezclan y aunque aparentemente el tele-transporte tiene éxito, pronto descubrirán que no ha sido así.
La película muestra esa transición, de hombre a mosca, por etapas. Desde la euforia inicial, debido al buen estado de forma en el que se encuentra el científico, pasando por la obsesión, locura, miedo, e ira. Acompañado de un cambio físico destructivo y mortal, en el que el personaje vivirá la desintegración de su cuerpo y como su yo humano va desapareciendo sin posibilidad de vuelta atrás.
La película es tremendamente dura en su apartado visual, sin miedo a mostrar todas las imágenes más escabrosas y asquerosas que alguien puede imaginar en este contexto. No en balde, es una película de David Cronemberg. Aquí es donde la película juega su mejor baza y nos muestra su gran mérito. Pues consigue transmitir esa desazón, nerviosismo, repugnancia y miedo al espectador.
Un asombros maquillaje, asombroso porque lo fue y porque hoy en día sigue estando a la altura de las circunstancias. Es decir, los años han tratado muy bien la película y se puede ver perfectamente.
La periodista, conocedora de su secreto, representa al espectador en la película. Compartiendo con él su sorpresa, temor, compasión y angustia con la metamorfosis del científico. Al mismo tiempo que el hombre desaparece, sus sentimientos hacia él irán degenerando también. Provocando confusión, miedo y pánico, sobre todo al descubrir que esta embarazada de él.
Una segunda parte, como suele ocurrir, menos acertada y sobre todo sin el factor sorpresa, se estrenaría en 1989 (La Mosca II), aunque sin tanta repercusión.
Una gran película, menos recordada de lo que merece y que debería estar mucho más considerada dentro del cine de culto de los ochenta y si no me creen, solo tienen que verla.